Me sucede en las tardes de viernes abarrotadas de carritos y bolsas, en las vísperas de puente, en las visitas al supermercado en las que coincido con más gente de la habitual. Reconozco también ideas extrañas en otros centros comerciales o durante las rebajas donde mi personalidad cambia.
Quizás se deba a los niños maleducados, que chillan histéricos desde sus tronos en los carritos o corretean en zigzag. Los niños normales, que sabe que el espacio se comparte y los gritos resultan molestos, los observan con el mismo " aprecio" que yo, y dedican un gesto de disciplencia a los padres maleducadores que dirigen a la criatura aulladora un tibio " jonathan, por favor".
O quizás sea por el aburrimiento que transmiten algunas parejas a punto de saltar el uno al cuello del otro frente al mostrador de los quesos. A estos se les nota el aburrimiento en las miradas de deseo con las que devoran los alimentos que el otro les prohibe o raciona: los caros, ricos en grasas, las carnes rojas, los dulces, las pasiones que despiertan los berberechos.
Entonces comienza la función. me aseguro de que otros compradores vigilen de reojo, como yo hago, qué consume cada cual; me detengo ante el cava, me paseo, sin decidirme, ante la carnicería, compro minúsculas cantidades de caviar, elijo nuez moscada, alcanzo un modelo arriesgado de preservativo.
Con mi reducida compra, intento no pasar por la caja rápida. Los rostros cambian ligeramente, dibujan una mueca, mientras leen en mi cesta la noche qué me espera.
Otros días, en cambio, compro medio litro de helado, fresas, arenques, pepinillos y un test casero de embarazo. Las reacciones son otras bien distintas.
Con mi misión ya cumplida, regreso a casa, apilo los botecitos de caviar junto a los que ya he comprado, regalo el helado a mis vecinas, y bajo a la tiendecita de la esquina, antes de que cierren, para hacer mi compra real.