Nunca quiso ser un ser atormentado, quería vivir, reír, sentir, como tu, como yo, como todos, antes de que la vida les golpee en ese fatídico juego que es el azar, en el que la crueldad no viene con nombres, ni con actos, ni con rechazos, ¡no! Es el destino marcado por la propia existencia.
Hizo cosas bien y otras muy mal, y por alguna razón, las que pudo hacer bien, las cubrió el manto del rencor hasta dejarlas hechas añicos, desprovistas del valor que pudieran tener. Eran una anécdota, la excepción en toda una vida, era el triunfo de lo odioso sobre lo amable, de lo reprochable frente a lo loable, era el resultado de un juego con cartas marcadas, un juego desleal, la glorificación de las trampas como regla de juego, la puesta en escena de lo injusto como deidad suprema.
Todo era soportable, solo pesaba en él la desesperanza y el abatimiento, cuando veía desvanecerse a una, y se dejaba caer la otra, pero lo soportaba apuntalando su esperanza en instantes… hasta que asumió que debía ser así, que todo lo que le ocurría era el justo precio a sus fracasos, sus errores, y su indignidad. Asumió que no era bueno, ni para él ni para nadie y aceptó una imagen de si mismo que no se merecía.
Y su cuerpo físico no fue capaz de llevar sobre sus espaldas el dolor de su alma, la angustia y la tristeza se convirtieron en una carga demasiado pesada, apenas aligerada por una palabra amable, un guiño complicente, una caricia descuidada al amparo de las sombras.
El fracaso y su compendio de sensaciones oreó su ya lento deambular por ese mundo cansado de regalarle instantes de paz y en su valiente cobardía fijo el limite a su dolor.
No hubo lugar a despedidas, porque nadie podía despedirse de él. Las despedidas fueron el incesante goteo de sus sueños despedazados, de sus últimos gritos silentes que nadie escucho, de súplicas a la nada, y abrazos a la soledad.
Y en su piel jamás se marcaron los hachazos en el alma.